Si tuviera que resumir mi relación con la comida en una palabra diría: Tormentosa.
En primer lugar, vamos a remontarnos un poco al pasado con un par de detalles referentes a la comida en mi infancia.
Pasé una enorme parte de mi infancia con mi abuela. Se podría decir que mi abuela me crió, y estoy inmensamente agradecida por haber tenido el honor de ser criada por una mujer tan tremendamente espectacular.
Aún recuerdo cómo mi abuela me contaba lo dura que había sido su infancia. Su padre estaba fuera de escena, su madre tenía que trabajar de sol a sombra para llevar dinero suficiente a casa, eran tres hermanos, y vivían de una forma muy, muy humilde.
Mi abuela no podía soportar el arroz. La primera vez que le pregunté por qué no comía nunca arroz, me contó que cuando era pequeña, comía arroz casi todos los días. El arroz era lo que se podían permitir, y si tenían un poco de suerte, algunos días de la semana le podían añadir trozos de salchicha. Así que mi abuela en su edad adulta, no quería ni ver el arroz delante, le revolvía el estómago – comprensible, por otro lado.
Imagino que por esta escasez experimentada en tan temprana edad y durante tantos años, mi abuela desarrolló un respeto exagerado por la abundancia de alimentos que, en comparación con su infancia, poseía cuando yo estaba con ella. Mi abuela me decía te quiero muy a menudo, pero además, me expresaba su amor a través de la comida. Sus ojos tenían un brillo especial cuando ponía mi plato en la mesa, y su sonrisa desafiaba los ángulos geométricos para expandirse por todo su rostro cuando yo le decía lo rica que estaba la comida.
Decirle a mi abuela que no quería comer, era faltarle al respeto.
Decirle a mi abuela que no quería comer, era rechazar el amor que tenía para darme. Decirle a mi abuela que no quería comer, era escupir en su infancia marcada por la carencia y el hambre.
Decirle a mi abuela que no quería comer, no era una opción. Y así, poco a poco, comer se convirtió en una manera de recibir amor, y en un ritual que iba mucho más allá de calmar mis necesidades fisiológicas.
Seguro que ahora os estaréis preguntando qué tiene todo esto de tormentoso, si lo que he contado de mi abuela es más bien bonito.
Pues sí. El hecho de que mi abuela me quisiera tanto, y fuera capaz de transmitirme su amor, es muy bonito.
El problema es que aprendí que comer era igual a recibir amor. Aprendí que no tener hambre o no querer comer, no era una opción. Aprendí a no escuchar a mi cuerpo.
Y sé que la intención de mi abuela en ningún momento fue transmitirme esto, ni hacerme daño. Y sé que una parte de responsabilidad es mía, porque la misma vivencia no tiene el mismo efecto en todas las personas.
¿Y dónde está lo tormentoso? Lo tormentoso está en que he usado la comida para darme amor en momentos en los que lo he necesitado, porque no sabía hacerlo de otra manera.
He usado la comida a modo de consuelo cuando mi tristeza me aplastaba.
He usado la comida para llenar vacíos que la comida no podía llenar.
He usado la comida para castigarme, en momentos en los que no me he sentido merecedora de amor.
He usado la comida para alimentar mi necesidad insaciable de control, porque la comida era lo único que podía controlar, y eso me hacía sentirme segura.
El pequeño detalle, del cual no fui consciente durante mucho tiempo, es que yo no estaba controlando la comida. La comida me estaba controlando a mi. La comida estaba controlando mi vida.
Y al final la comida no era el problema. La comida no es el problema. La comida es tan solo un instrumento, que podemos usar de muchas maneras.
Un cuchillo se puede usar para cortar tomates, o para matar. La comida se puede usar para disfrutar, para alimentarse, para dar y recibir amor… o para hacernos daño.
Nuestra relación con la comida es un reflejo de nuestra relación con nosotros mismos. Me siento afortunada y agradecida de poder decir que mi relación con la comida ha mejorado, gracias a que mi relación conmigo misma también lo ha hecho.
Y este es un camino del que uno no sale nunca. El autoconocimiento, el desarrollo personal, el crecimiento… requieren de una mejora continua, de consciencia, de presencia, y de sinceridad.
¿Me acompañas?